Mi nombre es Vanessa y desde que tengo uso de razón he querido ser periodista. Desde muy pequeña soy una devoradora profesional de libros y en los últimos años me he convertido en esculpidora de textos en prácticas. Me he hecho experta en deshacer sopas de letras y en crear marañas de palabras todavía más rocambolescas. Le he cogido el gusto a la curiosidad y mastico preguntas sin parar esperando a que me escupan respuestas.

Aunque creo que la curiosidad siempre ha formado parte de mi vida. Las ansias de volar no desaparecen nunca de mi cabeza, situada a tres años luz de la tierra. Adicta a conocer nuevos lugares, nuevas culturas, y nuevas personas; como un alma errante en continuo proceso de aprendizaje.

Mi cabeza es como una lavadora permanentemente en el programa de centrifugado de ideas. Soñadora, risueña y creadora de grandes sueños inverosímiles incluso cuando estoy despierta. Con la sonrisa grapada de oreja a oreja cada día de mi vida, excepto cuando me la despeinan.

Hace 10 años un diagnóstico médico me truncó la risa. Con trece años un fuerte dolor en la barriga fue el encargado de hacer saltar las alarmas. Tras una larga noche de Febrero en el hospital me diagnosticaron un tumor en el ovario izquierdo y mi vida dio un giro de 180 grados.

El miedo se apoderó de mis huesos y el desconocimiento fue sembrando el caos en cada rincón de mi cabeza. De ingresar una noche en urgencias con una posible apendicitis, me desperté a la mañana siguiente en la Unidad Pediátrica Oncológica del Hospital la Fe.

Tras el golpe del diagnóstico llegó el día de la operación. Los nervios en la tripa me consumían y una media sonrisa se dibujaba en mi cara para mantener las apariencias. Toda mi familia rodeaba la camilla que me llevaba al quirófano, mientras sus cabezas se difuminaban con el ajetreo de mi mente y las luces fluorescentes del techo. Y entre esta confusión, recuerdo perfectamente a mi tío acercándose a mí y haciéndome prometerle que saldría de allí con la misma sonrisa con la que entraba.

Una pequeña cuenta atrás y desperté. La operación, supongo que tras varias horas, terminó con éxito. Pero, a falta de analizar el tumor, parecía que la lucha no había hecho más que empezar. No sabría describir la sensación que se apoderó de mi cuerpo cuando la doctora pronunció por primera vez la palabra cáncer. Incertidumbre quizás.

De pronto las preguntas comenzaron a agolparse en mi mente, y por una vez, dejé de escupirlas por miedo a obtener respuestas. ¿Por qué a mí? ¿Qué va a pasar ahora? ¿Cuál va a ser el tratamiento? ¿Cómo me va a afectar? E incluso, ¿me voy a morir?

Desde el mismo momento en el que te diagnostican una enfermedad grave tu vida se rompe, tu mundo se desquebraja y tu familia se quiebra. Es desde este punto cuando necesitas ayuda. Aspanion fue quien se encargó de acompañarnos a mi familia y a mi desde el momento del diagnostico. Aunque mi vida se rompió, ellos se encargaron de recoger cada uno de esos pedazos y tratar de ordenar el caos en todos los ámbitos que lo necesitamos. Me acompañaron en el camino de la enfermedad, y continúan haciéndolo ahora. De nuevo, gracias.

Cuando apenas había asumido la enfermedad, llegó el tratamiento. El desconocimiento y la incertidumbre se convirtieron en los principales pilares que regían mi vida. De un día para otro tenía Cáncer, eso por lo que los adultos se mueren y yo tenía que luchar contra él.

Podría decirse que Cáncer se escribe con Q, de quimioterapia. Dos conceptos que van de la mano y se convierten en los puntos clave de la enfermedad. Para mí fue el momento más duro. Los largos periodos en el hospital, la falta de fuerzas para levantarme de la cama, la tez blanquecina, la hinchazón de todo el cuerpo y, cómo no, la caída del cabello.

Recuerdo perfectamente ese día en el que me levanté de la cama después de días acostada tras el último tratamiento. No había notado que mi almohada estaba llena de pelo, y me dirigí al espejo a peinarme. Los mechones empezaron a desprenderse de mi cabeza al mismo tiempo que las lágrimas caían de mis ojos.

El desconcierto y la rabia se apoderaron de mi cuerpo y la sinrazón empezó a ser la encargada de guiar mi vida. Es en ese momento cuando pedí por primera vez asistencia psicológica en el Hospital, obteniendo un frío test como respuesta.

Desde ese momento, las gorras y los pañuelos fueron los complementos indispensables en mi armario para afrontar salir a la calle. Las miradas incisivas, los cuchicheos en los pasillos y las bromas hirientes se convirtieron en el día a día en un instituto lleno de adolescentes, hormonas y desconocimiento por mi enfermedad.

Un desconocimiento que también existía por parte del profesorado y que hizo que pronto la enfermedad empezara a verse reflejada en mis notas. Por aquel entonces no existía el servicio de educación a domicilio en secundaria y tuve que tratar de recuperar el curso en la medida que el cáncer y el tratamiento me lo permitían.

No os imagináis lo duro que es compaginar todo esto cuando sientes que la vida se te escapa por la comisura de los labios y que las fuerzas se te están agotando. Pero durante toda esta etapa hay un momento exacto, no sé muy bien cual, en que tu cabeza hace clic y las ansias de luchar invaden tu cuerpo. Se trata de una fuerza inhumana que no quiere que tu vida deje de latir tan rápido, que te levanta de la cama y te invita a salir a la calle a dejar que el sol te despeine las ideas y te seque las lagrimas. Solo nosotros mismos podemos cambiar nuestras vidas porqué somos los encargados de luchar para no perder la partida.

Y finalmente, la mejor de las noticias llegó: El cáncer había desaparecido. No hice ningún tipo de celebración ni fiesta por ello, simplemente volví a casa con la intención de vivir y volver a ser una adolescente normal. Pero mi vida había cambiado, yo no era la misma persona y había mil cosas en mi cabeza que se habían trastocado.

Mi intención en ese momento era la de no volver a pisar un hospital, la de no dejar que la enfermedad se paseara por ningún rincón de mis recuerdos. Cada vez que vuelvo de un viaje acostumbro a meter en una caja cada recuerdo que me ha quedado: un billete de autobús, una entrada a un museo… De este viaje no guardé ni una fotografía, pero la enfermedad había dejado huella en mí.

Mes tras mes acudía al hospital a realizarme las revisiones rutinarias para confirmar que todo seguía bien. Análisis, ecografía y oncología eran las tres paradas obligatorias en cada una de mis citas. Una rutina que se había adaptado a la perfección con mí vuelta a la vida normal y había ayudado a que la curva de mi sonrisa volviera a dibujarse del derecho. La incertidumbre había desaparecido de mi vida y la tranquilidad empezaba a instaurarse en ella.

Pero la risa se truncó de nuevo. Cuatro años después del primer diagnostico; algo en mi cuerpo volvía a no estar bien. Recuerdo perfectamente la extraña sensación que me dejó la doctora tras terminar de hacerme la ecografía, no pronunció el todo está bien de siempre. La realidad me dio de bruces al abrir la puerta del despacho de mi oncólogo y ver a mi madre llorando, tenía un tumor en el ovario derecho.

El segundo golpe es sin duda más duro que el primero, la incertidumbre ya ha desaparecido porque ya sabes todo lo que vas a tener que pasar. Fueron muchas las visitas al hospital para decidir qué hacer conmigo, cumplía 18 años, ¿Me trataban en infantil o en adultos? ¿Quién me va a operar? ¿Me hacían un tratamiento de fertilidad previo? ¿Había tiempo para ello?

Pero esta vez por mi cabeza sólo rondaba una pregunta: Si el tumor es maligno, ¿voy a poder enfrentarme de nuevo a ello?

A pesar de que el caos había vuelto a mi cabeza, la serenidad se apoderó de mi cuerpo. Ese mismo verano había ido corriendo a ver a mi abuela para contarle que me habían admitido en Periodismo y al mes siguiente de empezar la carrera me dirigía a ella para explicarle que tenían que volver a operarme porque tenía otro tumor en el ovario derecho. Con la primera noticia sus ojos brillaron de orgullo, tras la segunda se rompió por dentro.

La operación la afronté con frialdad, quería estar sola y les dije a mis padres que volvieran a casa. Fue una noche larga, en la que mi cabeza no paró de dar vueltas pero cuando desperté al día siguiente ellos ya estaban allí. Agradecí tremendamente continuar en el hospital infantil, y despertarme al lado de otros niños que me mostraban su alegría y vitalidad. Esta vez el pasillo era familiar y recuerdo estar tranquila, todo iba a ir bien. Y así fue, unas semanas más tarde el doctor Ferris me informó que el tumor era benigno. Lo abracé y me di cuenta de lo que quería a la vida.

A día de hoy, hace tres años que recibí el alta en Oncología pediátrica. Tres años desde los cuales trato de poner freno a los fantasmas de la recaída, desde que terminaron las revisiones médicas y los resultados con marcadores negativos. Tres años desde los que trato de conocer a fondo mi cuerpo y el cáncer para mantenerme alerta.

Y un año desde que me uní al grupo de Caminantes de Aspanion, un grupo de jóvenes que hemos superado un cáncer en la infancia o en la adolescencia. Juntos, tratamos de dar voz a todos los afectados que sufren cada día intentando luchar por sus necesidades y reivindicaciones, que son también las nuestras.

Pero Caminantes no es solo un motor de lucha si no que, junto a Aspanion, se ha convertido para mí en un motor de vida. Un grupo de personas que ofrecen siempre, sin esperar nada a cambio. Que siguen luchando cada día de su vida tras haber ganado la batalla más importante. Y que continúan en el camino por ellos, y por cada una de los jóvenes y niños que se cruzaron en sus destinos durante la enfermedad y no pudieron vencerla. Unos valientes, supervivientes.

Por ello, del cáncer me llevo muchas cosas. Es una de las piezas del puzle que me ha formado como persona y sin la cual no podría sentir el orgullo de ser quien soy. Una persona difícil de conocer y fácil de querer.  Capaz de escoger lo bueno de cada persona y con ello ir tejiendo la historia de mi vida. Una vida corta e intensa, en la que el reloj de arena no dejó de latir.

Una persona capaz de aprovechar cada segundo como si fuera el último, de disfrutar de la efervescencia de idas y venidas de la vida y degustar cada minuto por si dejan de servirla. Risueña, utópica y amante de los viajes sin rumbo y sin destino final. Libre y alocada pero con los pies en el suelo.

No tengo claro si era todas estas cosas antes o me las ha enseñado el cáncer, pero se que la vida es un regalo que todos merecemos disfrutar. Y yo estoy dispuesta a conseguir todo lo que me proponga y quitarme los miedos a emprender los vuelos más vertiginosos, aunque me lance sin paracaídas de emergencia.

Porque si algo me enseñó el cáncer es a luchar, a luchar cada día con todas mis fuerzas y a disfrutar cada guiño de ojos que me da la vida. Hacer que mí día a día no se limite a sentir miedo a perder las alas, si no, emprender el vuelo cada mañana.